Blanco. Caucásico, europeo.
Azul en mis pupilas,
no en mi sangre.
Marrón. Los que me
voy tragando.
Rosa. En ramo, en el
amor.
Burdeos o rioja,
para el vino.
Ámbar en el colgante
o camafeo.
Gris perla en el
collar de Doña Carmen.
Café en el desayuno,
con tostadas.
Chocolate con pan, viendo
“Bonanza”.
Rojo. No colorado.
Hasta el final.
Amarillo. La prensa
más vendida.
Escarlata. Jurando
en la montaña.
Lila, lavanda o
malva, que nunca he distinguido
Beis. El “beige”
castellano.
Crema. Martirio del
diabético.
Pistacho. Para mis
excursiones de domingo.
Oro en la boca y
plata en el ajuar. Ni rastro en el bolsillo.
Crudo. El beis sin
cocinar.
Pardo. El gato de la
noche o Lampedusa.
Naranja. Santa Rita,
como la corrupción o la gaviota.
Mostaza. Nunca en
gas. En salsa en el “perrito” o la hamburguesa.
Sinople, sable y
gules del escudo, que es verde, negro y rojo, pero en fino.
Cárdeno, berrendo,
salinero. Mal augurio si entraste en los chiqueros.
Púrpura para el
noble, que es morado de aquellos que queremos o Podemos.
Rubio, moreno o
cobre. A tu elección, si rondas los cincuenta.
Marfil. Alma del
Serengueti en manos de furtivos.
Negro. Futuro ungido
de aceite de petróleo.
Transparente. A
miles va fundiendo, nuestro Mediterráneo.
Verde como la hierba
que liaba. Como el vecino musgo que miraba, como lo qué, ahora, soy: un viejo,
verde, olivo milenario.
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